RELATO
El tren andando

El vaivén que provocan las ruedas sobre los durmientes encastrados con uniones imperfectas me produjo cierta somnolencia. El día había sido largo y también la corrida hasta Constitución para estar en el andén a las siete de la tarde, único horario de los viernes. Ayudaban al adormecimiento el ruido acompasado de los enganches del vagón que suenan flojos y metálicos al moverse, la escasa luz artificial dentro del compartimento semi vacío y el horizonte hipnótico que se dibuja cuando la cabeza está apoyada en el asiento de la ventanilla.
Faltaban unos diez kilómetros para llegar a Lobos y, mientras un grupo de pescadores empezaba a apurar sus vasos de chapa y ordenar sus bártulos en bolsas y bolsitas, Juan me empezó a explicar la técnica para llegar más rápido y ahorrarnos el remís desde la estación.
A la primera no lo escuché, lo veía como en una de esas películas que silencian al personaje que está hablando y se oyen las reflexiones del que observa, el protagonista. Me había entrado una sensación de nervios y pensaba en que me dolían los pies del frío y en cuánto más me iban a doler al impactar contra el pasto.
Le hice repetir todo el proceso: Hay dos opciones, dijo levantando el índice y el dedo mayor de la mano izquierda y apretando con la derecha de a uno por vez. Una, con la mochila puesta calculando más o menos el envión que te da el peso…
Dicen que lo peor que puede pasar en un tren es que alguien atraviese a pie la vía en mitad del camino o en un cruce cuando la barrera está baja.
…y otra, tirando primero la mochila y saltando después. Pero mirá que tiene que ser enseguida, eh. Vos vas primero, yo te indico cuando y atrás me tiro yo. No tengas miedo porque ya entrando al pueblo va mucho más despacio. Te van a doler los pies, pero mi vieja nos espera con la chimenea prendida y arroz con osobuco.
Miré otra vez en el terreno el pasar de las piedras y pastizales en fuga constante. Me pareció imposible saltar desde ahí sin terminar con varios golpes.
Aún en los momentos más dinámicos los trenes pueden sostener pensamientos estáticos, ser lentos y vacíos como le parecen a uno las personas que los habitan. Aún si soportan encuentros felices o nostálgicas esperas lluviosas, mantienen, al mismo tiempo, su impronta de riesgo seguro e incertidumbre compartida, la paradoja de poder llegar al irse o irse al llegar, de encontrar el alivio en un ritmo cíclico que en realidad deja atrás mucho más de lo que todavía le falta dejar.
A mi tía Sofía no le encanta cocinar, pero cocina bastante bien. Le salen riquísimas las recetas calóricas de comidas rendidoras en las que se gasta poco, pero para prepararlas se necesita mucho esfuerzo. Cuando llegamos había un olor tan espectacular a tuco y caracú que solo pensé ojalá haya comprado pan. La olla a fuego mínimo en la cocina vacía y Sofía en el living mirando nerviosa a Sofovich, justo en el momento en que el participante pesaba las dos mitades de manzana buscando el corte perfecto. Entre la bienvenida a las corridas, sacarnos las zapatillas para zafar la polvareda y poner rápido los pies de planta a la estufa a leña, creo que no la dejamos ver el gramaje exacto de cada porción de fruta sobre la balanza. Y bueno, es siempre lo mismo: no gana nadie, dijo en voz alta mientras se volvía a controlar cuánto le faltaba a la comida.
Nos tildamos un ratito mirando el fuego. Reflexioné sobre el viaje, sobre el campo helado y oscuro pero resplandeciente, me acordé de lo chiquito que se ve un monte si uno mira desde la ruta. Esos montes chiquititos en realidad son enormes. A lo lejos parecen arbustos sin vida en una maqueta, pero hay un corral, la casa de los dueños y la de los puesteros, la matera, el monturero, la tranquera, el galpón, un rastrojero estacionado, los dos perros echados en el alero. Es la distancia, la inercia de la perspectiva la que a veces lleva las cosas muy para atrás.
Ya casi se me quemaban los pies por las chispas del pino prendido y el estómago de hambre. Mientras me incorporaba, le pregunté a Juan por dónde andaba su mente. Respondió que se sentía algo inquieto desde que nos bajamos. Le resultaba irónico que el hecho victorioso de volver a casa, el efecto luminoso que eso le causaba a su espíritu, se pudiera apagar tan de repente. Le extrañaba que Sofía no se hubiera dado cuenta de nada, que incluso yo tampoco. Que los saludos al aire y el apuro por instalarnos me engañaron y él, en su afán de protegerme siempre, se sentía incapaz de decírmelo. Que no paraba de pensar en el último puente de esa canción de Don Lunfardo que tanto nos gusta, la que dice “nada que escribir, nada ni un papel, nada de nada, flotar sobre el andén…” Hay que tomarse en serio las canciones que cantamos, dijo.
Se perdió de nuevo y empezó a recitar en murmullos con la vista suspendida en una rotura de la pared, una ley o algo parecido: Prohibición de subir o bajar de los trenes en movimiento, etc. Art. 154… Es prohibido subir o bajar de los coches en movimiento, entrar o salir por otras portezuelas que las que dan sobre el andén, por las ventanillas de los coches… o trasladarse de no existir una comunicación autorizada… Los infractores serán penados con una multa… o en su defecto arresto…
Escuchándolo, volví a mis pensamientos. Es lo último que había leído antes de saltar. Un cartel amarillo sobre la puerta del último vagón, dos párrafos bajo el título de Reglamento General de Ferrocarriles Nacionales y una marca gubernamental centrada sobre el margen inferior. Saltamos con las mochilas puestas.
El aire en la cara fue un fustazo. Vino del mismo lado que el empujón que desvió la línea recta del cuerpo al impulsarse hacia arriba y adelante, del mismo lado que el sonido de las últimas “aes” del ¡Ahora! de Juan, tres milésimas de segundo antes. La premonición del ardor gélido en los talones cumplida y las rodillas vencidas por la mala pisada entre el durmiente y el desnivel. La mandíbula noqueada por la piedra rota. Los ojos mojados mucho antes de ser empapada la consciencia con lo que había pasado.
Me paré con dolor, me acerqué a Juan antes de que se levante, lo ayudé a buscar la gorra que perdió en vuelo, nos desempolvamos la ropa, costeado un buen rato los rieles hasta tomar el primer camino a la izquierda, y apurado el paso una vez repuestos; nos miramos un par de veces para revisar el estado cada uno del otro tras el envión mal calculado.
Caminábamos tranquilos, pero ya no estábamos ahí.