Relato
El Salado

Puedo asegurar que quien se acerque a la Laguna Indio Muerto sentirá un escalofrío. Incluso desde la bajada, después de doblar a la derecha.
La laguna está en el kilómetro 170 de la ruta 205, apenas antes del peaje que hoy abre paso al partido de Saladillo.
Se cree que allí, en algún momento hubo un indio muerto. Pero lo cierto es que, en 1825, fueron muchos los nativos que bajaban por el Río Salado. Para el que no conoce la zona, puede decirse que, más o menos a la altura del actual partido de Roque Pérez, a 150 kilómetros de Capital Federal, los indios bebían el agua de ese afluente. Tentados por su fresco aspecto, se metían con taparrabo y todo, sin sospechar que la corriente venía envenenada por el enemigo.
El Salado siempre ha sido protagonista de leyendas misteriosas. Esas de creer o reventar. Yo prefiero decirle más bien testigo. ¿Quién más testigo que el río de las cosas que pasan?
El tóxico tenía un efecto tardío y le permitía a la tribu aguantar en pie aproximadamente 178 leguas: tras nueve horas de continuar al suroeste hacia el próximo alivio de agua pura, los indios caían sorpresiva y prolijamente rendidos, muertos, en las cercanías de la laguna.
Se dice que ni uno de ellos quedó vivo para contarlo. Pero yo conozco a Daniel. Daniel es hijo de su padre, que es hijo de su padre. Es decir, es nieto de su abuelo. Su abuelo, al mismo tiempo es nieto de su abuelo, que es hijo de Talú Luhet (el chozno-abuelo de Daniel), un indio de los Pampas Ranqueles. Daniel es bien morocho, tiene el pelo negro como la noche en luna nueva, y los ojos igual. Daniel entiende quechua y sabe mucho del viento, de las huellas, de las aves y de los sonidos del suelo si te paras en el medio del monte y te quedás quieto y mudo.
Sabe que, si las huellas están apenas evidentes en la superficie de la calle de tierra, es porque el espécimen en cuestión pasó por ahí probablemente asustado, corriendo. Sabe la edad de un pájaro sólo con ver en detalle las plumas de su cuello, o el desgaste del pico; y sabe de qué especie se trata no bien escucha su canto. Cada mayo se va para Corrientes a participar de la Feria de Aves en Pellegrini – ahí nomás pegadito a los Esteros del Iberá– y después vuelve más sabio que antes, o al menos más confiado.
Daniel sabe mucho, pero casi nadie le cree. Ni el cuento de los indios y la laguna, ni el de su “bisa” salvando de la inundación con una sola balsa hecha a mano a los pibes de la escuela de Salvador María aquel año de desborde. Tampoco le creen haber comprobado con su propio oído derecho, que la laguna de Lobos está conectada con el Salado, bajo tierra y por un hilo de agua.
Yo en el fondo lo respeto y siempre le creí, pero así somos los humanos, fanfarrones de la razón. Le discutí incansablemente hasta que me invitó a dar una vuelta por Indio Muerto, una tarde de esas de mil grados de fines de enero.
Y yo no sé si fue el calor, el miedo que en el fondo siempre se tiene, o los detalles inéditos que me contó Dani en el camino sobre la historia del río envenenado y las miles de hojas hervidas de veratrum usadas para lograrlo; pero viendo sin ver, sentí por un segundo un temblor fugaz, la presencia de un malón que aparecía y se desvanecía casi al mismo tiempo. Daniel gritaba como un loco y saltaba feliz en la caja de la Ford 100: “¡¿Viste, Viste?! ¡Te dije, yo te dije!”, mientras yo miraba fijo el borde del agua con la boca abierta como caja registradora.
Se dice que ni uno de ellos quedó vivo para contarlo. Se dice que hay que ver para creer. Se dice que siempre se quiere más, y yo hubiese pagado por presenciar, aunque sea cinco minutos de espectáculo. Pero con mis ojos como jueces digo: quien se acerque a Indio Muerto, y tenga un notorio poder de la observación, podrá ver en la costa, las figuras de los indios.