Relato

La locura es la regla y la cordura es la excepción

Pau Benardoni
4 min readFeb 13, 2020
Crédito: Unsplash — MEAX

La locura no es la pérdida de la razón como vulgarmente se cree. Esto mismo decía el loco de Plaza Las Heras el día que lo vi por primera vez. Subido a un banco de madera, actuaba un discurso como si fuera un dirigente argentino del año 1954.

Las 12 hectáreas de la verde barranca que conforman el parque público ubicado en las costas de Palermo, fueron suelo de la Penitenciaría Nacional, hasta 1960. Para esa década, el choque urbano era fuerte si se piensa en una cárcel en medio de un naciente barrio rico y elegante, razón por la que, poco tiempo después, el edificio fue demolido.

“La Peni” (así la conocen todos) fue una barriada construida en 1870 según los planos del arquitecto Ernesto Bunge bajo el modelo panóptico de Jeremy Bentham (más conocido por el posterior análisis de Michel Foucault). Allí vivieron ex convictos y marginales varios y se produjeron las famosas ejecuciones de presos “militantes anarquistas” a cargo de las presidencias de facto.

Leí por ahí que lo único que se conserva de esa época son las palmeras que se ven desde lejos. Pero no pienso lo mismo desde que conocí a este loco que ante la ausencia de un nombre original bauticé Roberto, en honor a Pettinato padre, el director mas “disparatado” que tuvo este penal.

Partiendo del miedo — que hay entre nosotros y la libertad — a los estados poco habituales de la mente, definido por los budistas y mencionado también por Nachmanovitch; debo decir que, cada zona urbana tiene un loco propio al que se le teme un poco pero que se mimetiza con las características del barrio.

Por ejemplo, Beba, la loca de Palermo Hollywood, es una loca bien alimentada; come tantas veces al día como a bares se anima a entrar. El loco de Recoleta lleva tantas bolsas atadas al cuerpo, como vestidos tienen las señoras que caminan por Arenales y Libertad. Nuestro Roberto, es un loquito “cool”, es barrionórdico y palermitano. Su pelo es castaño claro y su contextura física es casi perfecta, viste una bermuda de jean bien canchera, unas gafas de moda y siempre está bronceado. Roberto sólo aparece en primavera y verano, jamás se lo ve en otra estación del año. ¿Dónde irá durante el otoño y el invierno? Los vecinos de la plaza dicen que se va a preparar nuevos discursos a su casa, cuya dirección es un secreto absoluto.

“Yo que no estoy, sino que soy loco, soy un alienado, me causan gracia los payasos que se creen democráticos, pero se oponen, como cualquier dictador, bueno o malo, a que los locos participen del gobierno…”, parloteaba Roberto cuando lo conocí una mañana que me escapé del trabajo a leer al aire libre.

No hubo caso en concentrarme, porque él capturó toda mi atención. Sus movimientos, las manos arriba y abajo como director de orquesta mirando hacia los lados de manera ceremoniosa. Se subía y se bajaba de los bancos y de la calesita que da a Juncal, iba de un lado a otro y cada tanto se sentaba en el pasto. Todo el tiempo simulaba que fumaba cigarrillos que pedía a los caminantes, hablaba y daba peroratas que no pude entender del todo pero todavía resuenan en mi cabeza:

“Yo prefiero ser loco a ser cuerdo. Nunca he pretendido serlo porque no soy un delincuente…”, decía. Un loco lindo.

La secretaria de la Iglesia de Loretto, la de Coronel Díaz y Juncal que da la espalda a las canchitas de fútbol, me contó que el loco en realidad permanece todo el año en la plaza. “El perímetro del parque es su propia cárcel”, dramatizaba la señora ante mi pregunta. “No se sabe donde, pero siempre está ahí…”

Yo pienso que la locura está casi todo el tiempo en casi todos lados. A veces se filtra más torpe, otras se esconde detrás de los temples más hábiles y gélidos. En algunos casos se visualiza de forma preciosa, casi literaria. Roberto me recordó a Artaud, un poeta admirable. Para él, la locura representaba una denuncia a la injusticia que reina en la sociedad. Decía que los locos son encerrados en psiquiátricos, en cárceles, para reprimir sus mentes iluminadas. Sostenía, que a los cuerdos les hace falta un poco más de chifladura. Y eso no significa señores, que la cordura sea lo aburrido disciplinado y la chifladura lo atractivamente revolucionario.

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